El 11 de octubre de 1835 el presidente del Consejo de Ministros de España, Juan Álvarez Mendizábal, decretó la supresión de todos los monasterios de órdenes monacales y militares. Cuatro meses después, él mismo decretaba la venta de los bienes inmuebles de esos monasterios y ya en marzo de 1836 se amplió la supresión a todos los monasterios y congregaciones de varones. La desmortización de Mendizábal puso punto y final al Convento de San Francisco en Valladolid, tras seis siglos marcando el latido de la vida en la ciudad a orillas del Pisuerga, y comenzó entonces el éxodo de parte de los bienes patrimoniales que allí se custodiaban desde siglos atrás.
Por el camino se perdieron tesoros como la Inmaculada de Gregorio Fernández, que entre 1617 y 1622 presidió la Capilla de la Concepción (conocida posteriormente como Capilla de las Maravillas), cuyos muros hace unos días han salido a la luz en el subsuelo vallisoletano, pero otros por fortuna pudieron sobrevivir ya que fueron trasladados poco a poco al Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, que hasta 1933 tuvo su sede en el Colegio de Santa Cruz antes de convertirse en el Museo Nacional de Escultura con su traslado a San Gregorio.
Una de las mayores joyas que perviven en nuestros días gracias a ese traslado, “quizás la obra más estudiada y valorada de cuantas custodiaba el Convento” en palabras de la historiadora María Antonia Fernández del Hoyo, es el conjunto escultórico del Entierro de Cristo, ejecutado por Juan de Juni entre 1541 y 1544, apenas ocho años después de su llegada a España. La obra, que actualmente se puede admirar en la Sala 8 del Museo Nacional de Escultura junto a otra pieza tardía del propio Juni también rescatada del Convento como ‘San Antonio de Padua con el Niño’, es a juicio del subdirector del Museo, Manuel Arias, “una de las grandes obras maestras de la escultura europea”.
Formado en su Francia natal y en Italia, y después de trabajar en Oporto, Juan de Juni llegó en 1533 a León, donde participó en la realización de la decoración de la fachada del edificio de San Marcos. Años después modeló unas figuras para la iglesia de San Francisco de Medina de Rioseco y en 1540 se instaló en Salamanca para ejecutar el sepulcro del arcediano Gutierre de Castro en la Catedral Vieja, si bien durante ese periodo enfermó hasta el punto de redactar testamento aquel mismo otoño.

Fue al recuperarse de sus males cuando llegó a Valladolid tras aceptar el encargo de realizar el sepulcro del obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, una de las grandes personalidades de la época. Cronista oficial de Carlos V desde 1527, fue asesor (le escribía sus discursos) y persona de confianza del emperador hasta su muerte, además de alternar sus obligaciones religiosas con la escritura de obras tan influyentes como ‘Menosprecio de Corte y alabanza de aldea’ (1539), que fueron traducidas a varios idiomas.
Carta de presentación
Recibir un encargo de esa magnitud de una figura cortesana tan importante, recalca Arias, supuso para Juni la oportunidad de disfrutar de una “propaganda fantástica” para dar a conocer a todo el mundo sus habilidades, y por ello “echó el resto” en la ejecución del conjunto escultórico que supondría su inmejorable “carta de presentación”, antes de asentarse definitivamente en la ciudad.
“Lo que decide Guevara para el encargo es algo muy particular. En esa época, los nobles, los poderosos o los grandes eclesiásticos de la época se mandaban representar a sí mismos orantes o yacentes en un sepulcro monumental, pero Guevara renuncia a ese protagonismo y se entierra bajo una losa en el centro de la capilla, adornada con sus armas y un epitafio del Génesis en latín, ‘regalando’ su sepulcro a Cristo y consagrando la capilla mayor al Entierro de Cristo, renunciando de alguna manera a la vanidad de representarse a sí mismo”, señala Arias. De esa forma, el único “guiño” directo al obispo en el conjunto escultórico son los dos escudos de armas que aparecen a la izquierda y a la derecha de la urna sobre la cual yace el cuerpo de Cristo.
Juni consigue con su creación “detener el tiempo” y captar “un episodio congelado de teatro sacro”, al estilo de la corriente iconográfica imperante esos años en la Borgoña francesa y en el norte de Italia. Ejecuta así “una composición totalmente escenográfica”, con una dramaturgia “muy medida” y una composición “perfectamente simétrica” donde “nada queda al azar.

Son siete las figuras que aparecen en la escena, que representa a juicio de Arias una especie de “congelación de una danza sagrada en el momento de la unción del cuerpo de Cristo”. Todo se articula en torno a esa figura yacente, con la Virgen y San Juan abrazados en el centro tras la figura, secundados a la derecha por María Magdalena que sujeta con la mano en alto el pomo de las esencias tan característico en ella, y a la izquierda por María Salomé, que sostiene la corona de espinas. En primer término y en ambos extremos, los Santos Varones: Nicodemo a la derecha integrado en la acción, y José de Arimatea a la izquierda interpelando con su mirada al espectador y mostrándole una espina de la corona, en un recurso muy utilizado esos años principalmente en la pintura, para sumergir al público en la escena.
“El Santo Entierro le abrió camino a Juan de Juni y tras presentarlo se decidió instalar en Valladolid, que de facto era la capital de la Corte y era el lugar donde le podían surgir más encargos. Podríamos decir que fue la punta de lanza de lo que con el paso de los años terminaría siendo su labor”, apunta Arias, subdirector del Museo Nacional de Escultura desde 1993.
La punta del iceberg
Además, como él mismo señala en declaraciones a Ical, ese maravilloso conjunto escultórico no es sino “la punta del iceberg de lo que era una capilla excepcional, uno de los lugares más espectaculares del arte español”, la Capilla del Sepulcro del Convento de San Francisco, espacio para el cual se concibió. De acuerdo con las profusas investigaciones de la historiadora vallisoletana María Antonia Fernández del Hoyo, fray Antonio de Guevara decidió construir su capilla funeraria “precedida de un pequeño claustrillo, en el tránsito oscuro entre el claustro y la sacristía, cerca de la capilla mayor y de la de los Condes de Cabra”, cuyos restos han aparecido recientemente. En publicaciones como ‘El Convento de San Francisco. Nuevos datos para su historia’, Fernández del Hoyo señala que “la concepción de todo el conjunto de la capilla fue obra del propio Juan de Juni”, mientras que en otras publicaciones suyas como el libro ‘Juan de Juni, escultor’ (Universidad de Valladolid, 2012), detalla que la capilla era cuadrada y tenía “reja de hierro vaciada de muy primorosa labor, y una vidriera a la parte oriental, historiada de colores” (citando el estudio que en torno al Convento publicó el franciscano palentino Matías de Sobremonte en 1660).
La losa bajo la cual reposaban los restos de fray Antonio de Guevara y su hermano, el doctor Guevara, se colocó veinte años después de su muerte, en 1565, y fue realizada por Álvaro de Benavente, y un zócalo de azulejos enmarcaba el recinto. Fernández del Hoyo explica que “el elemento central de la capilla lo constituía un retablo estructurado en dos cuerpos, cada uno de ellos con columnas pareadas, adornado con múltiples labores, en relieve y bulto redondo, que se elevaban hasta la clave rematando en un florón”, todo ello realizado, según recogió Sobremonte, “en yeso vaciado y estofado de gran perfección”.
Al escultor Jerónimo del Corral se atribuyen todos los elementos decorativos ejecutados en yeso en la capilla, donde junto a “cartelas, conchas, florones y guirnaldas de frutas había también escudos y armas reales, y diversas figuras en relieve y busto, representando ángeles, serafines, apóstoles y santos”, tal y como se explicaba en el contrato suscrito con el dorador Manuel Martínez de Estrada en 1686 para “renovar, pintar, dorar y limpiar la Capilla del Santo Sepulcro”. Además, las esculturas de dos soldados pretorianos de gran tamaño custodiaban el conjunto escultórico de Juni.

Según explica Arias, el propio Juan de Juni imitó en madera la yesería de la Capilla del Sepulcro del Convento de San Francisco muchos años después, en 1570, cuando recibió el encargo de elaborar un retablo con el Entierro de Cristo para la Capilla de la Piedad de la Catedral de Segovia, custodiado como aquel por sendos soldados a ambos lados. “Este Entierro de la Catedral de Segovia es un conjunto preciosísimo que se restauró hace un par de años, y en cierto modo es una nueva versión de esa composición que él había hecho treinta años antes en otra coyuntura y en otras circunstancias”, relata Arias.
“Todas las sugerencias del arte juniano están, en cierto modo, compendiadas en el Entierro vallisoletano: un poso de clasicismo manifiesto en la simetría de la composición, perfectamente equilibrada en torno al Yacente; un evidente manierismo en las actitudes de algunas figuras y un intenso verismo en los rostros de otras que anticipan el naturalismo barroco”, escribe la académica de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción de Valladolid María Antonia Fernández del Hoyo, antes de recordar que el conjunto que ahora se exhibe en el Museo Nacional de Escultura fue restaurado con primor en 1977, con ocasión del cuarto centenario de la muerte de Juan de Juni.
La única vez que el ‘Santo Entierro’ de Juni salió del Museo Nacional de Escultura, recuerda Arias, fue con motivo de la Exposición Universal de Sevilla en 1992, cuando el conjunto formó parte del Pabellón del Vaticano, un edificio con planta de cruz latina diseñado por Miguel Oriol, donde compartió protagonismo con pinturas como ‘El descendimiento’, de Caravaggio, y ‘El expolio’, de El Greco.